Cuando el Estado se mete en tu moralidad: qué pensar, qué decir y hasta cómo decirlo

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Ejemplar de la Constitución Nacional de 1994, última vez que fue reformada

El art. 19 de la Constitución Nacional establece una distinción entre moral pública y moral privada. Lo hace al sostener que “Las acciones privadas de los hombres que en ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”.

Esta división entre lo público y lo privado no hace otra cosa que garantizar la libertad de los ciudadanos para llevar adelante, libremente, las conductas resultantes de sus convicciones morales privadas, en la medida que no vulneren los derechos de otros, el orden y la moral pública.

Ahora bien, la cuestión es clara cuando hablamos de derechos y de orden, pero no lo es tanto, en los tiempos que corren, cuando hablamos de “moral pública”. Y esta definición es clave porque, cuanto más amplia sea la definición de “moral pública”, más restringido será el concepto de “moral privada”. En definitiva, cuanto más abarcativo sea el concepto de “moral pública” menor será la libertad de los ciudadanos.

De este modo, la amplitud o restricción del concepto de moral privada incide en el grado de libertad que esta definición encierra. Una moral privada amplia es la que le permite a los ciudadanos tener su propia ideología, sus valores, sus creencias religiosas o su ateísmo, su filosofía, su pensamiento, y actuar en consecuencia, sin interferencia alguna.

Cuando los estados comenzaron a separarse de la religión, habría sido lógico pensar que se reduciría aquello que era abarcado por la moral pública, y que se incrementaría lo abarcado por la moral privada. Ahora bien, independientemente de ese virtuoso proceso, indispensable para una sociedad plural, pareciera que –actualmente- los estados comienzan a edificar su propia moralidad facciosa, que choca con la esfera de lo privado. Casi como si se tratara de una religión estatal, donde la divinidad es el funcionario de turno.

Para ejemplificar: nadie duda que el estado deba ocuparse y reaccionar frente a actos de discriminación, y nadie duda que la discriminación sea un hecho nefasto, incompatible con la democracia republicana. Ahora bien, con la excusa de evitar el acto discriminatorio, el estado opta por imponerle al ciudadano la idea de que determinadas conductas privadas, que éste pudiera considerar disvaliosas, son en realidad moralmente valiosas y que, en consecuencia, dichas conductas no deben dar lugar a discriminación. Opta por un inaceptable intento de modificar las creencias de los ciudadanos, su moral privada y sus opiniones, logrando quizá una “conversión” de superficie (por temor a organismos que se han constituido en policía ideológica) y obtiene un profundo rechazo por lo que se quiere imponer, y por la autoridad pública. En definitiva, el estado logra –de este modo- ahondar las diferencias que se propuso eliminar.

La virtud de la democracia republicana, la que realmente nos hace mejores, no pasa por suprimir las diferencias en materia de moralidad u otras similares, sino por lograr que, no obstante esas diferencias, quede claro que el rechazo de un ciudadano, por determinados criterios de moralidad o por las conductas que algunos practican en virtud de la misma, no justifica la discriminación, no justifica vulnerar el principio de igualdad ante la ley.

Debiera el estado hacer incapié en la promoción de la cultura ciudadana que proviene de la Constitución, en vez de preocuparse por la supresión de la pluralidad que claramente se opone a nuestra carta magna y a la de todo país civilizado.

Es finalmente, sobre la base de este criterio, que debiéramos entender la moral pública. Una moral pública que abarque los valores democráticos y republicanos, la división de poderes, el correcto uso del patrimonio común que detenta el estado y, en definitiva, las reglas de juego que nos permitan convivir, sin privilegios para ninguna parcialidad. Y para ello, una de las reglas fundamentales debiera ser la neutralidad del estado en materia de moralidad privada, porque si desde la autoridad pública se impone lo que hay que pensar, qué decir, y hasta cómo decirlo, el estado dejará de tener ciudadanos y pasará a tener enemigos.

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