El anti imperialismo bobo y sus víctimas
El fin de la Guerra Fría fue desastroso para el discurso del anti imperialismo: a casi 25 años de la disolución de la URSS, muchos siguen analizando el mundo desde la misma perspectiva que en los años 60, y persisten los que se sienten tercermundistas y denuncian casi por inercia al primer mundo. Esta falta de matices en el análisis internacional nos deja mal parados: la visión maniquea y reduccionista se traduce fácilmente a eslóganes y afiches, pero la realidad rara vez se alinea tan nítidamente con nuestros prejuicios. Y como si esto fuera poco, se tergiversa la verdadera historia – compleja pero no menos trágica y dañina – del imperialismo y sus consecuencias, con claras intenciones partidarias, transformando lo que debería ser un aprendizaje colectivo en un debate acérrimo acerca de todo, salvo las lecciones que debemos encontrar en esa historia. Necesitamos tratar al imperialismo con la seriedad que sus repercusiones requieren: tratar con tanta liviandad a su historia menosprecia a sus víctimas, y reducirlo a criterios nimios y simplistas nos deja mal preparados para enfrentarlo.
Dos ejemplos claros de cómo el discurso anti-imperialista está fallando hoy en día, aparecen en el tratamiento de los acontecimientos en Siria y en Ucrania. Ambos casos tienen que ver con una historia local compleja, con un desenlace confuso y de implicancias (inciertas) de corto, mediano y largo plazo. Ambos casos tienen (convenientemente para nuestros propósitos), en posiciones enfrentadas, cruzadas o paralelas, a distintas potencias que podrían llamarse imperialistas.
Ucrania: la maldición de la historia reciente
Sería imposible intentar resumir los factores políticos internos que desencadenaron los eventos de Euromaidán, el derrocamiento del gobierno de Yanukovych y los debates que provocaron en Ucrania. Pero lo que más me interesa en este momento no es la cuestión interna, sino la reacción externa a esos acontecimientos: concretamente, la aparición de grupos armados en el este del país y la península de Crimea, cuyos vínculos con Rusia se hicieron progresivamente más evidentes aun cuando el Kremlin seguía negando – cada vez más increíblemente – cualquier involucramiento. La virtual invasión de su vecino Rusia no fue, en sí, nada nuevo en la política externa rusa (la invasión de Georgia en 2008 es quizás el caso anterior más relevante, aunque la polémica en torno a esa guerra fue tan breve como la guerra en sí): lo insólito de la situación fue la escala, la violencia y la visibilidad de la participación rusa, amplificada por las redes sociales.
Pero inédita también fue la respuesta a los acontecimientos: amenazados por una invasión terrestre en Europa continental por primera vez desde la segunda guerra mundial (aunque en varios países de Europa Oriental, cuestionarían la no-inclusión de intervenciones soviéticas como las de Hungría en 1958 o Checoslovaquia en 1968), y para sorpresa de muchos observadores y críticos de la política extranjera europea, la respuesta pública fue unánime y contundente. Denunciaron la invasión rusa (a pesar de haber desmentido Rusia cualquier acción en ese sentido), y se aplicaron durísimas sanciones económicas contra ese país, a pesar de los perjuicios que podían significar para la propia economía europea.
La defensa oficial rusa – aceptada y repetida casi acríticamente por el anti imperialismo, que culpa a una vasta conspiración “occidental” de todos los problemas del mundo – parece una obra surreal: simultáneamente niega la presencia de tropas rusas en Ucrania (habiendo entregado medallas a soldados que permitieron la anexión de Crimea en Febrero 2014), dice no tener vínculos con los rebeldes (cuyos comandantes nombra y releva a dedo), y evade responsabilidades, argumentando que, como EEUU y sus aliados invadieron Iraq en 2003, su invasión de Ucrania en 2013 no es pasible de crítica. Este último argumento apela directamente al discurso del anti imperialismo, y es una de las peores facetas de su decadencia. Realizar una crítica constructiva y superada es, en este caso, muy sencillo: se debe cuestionar con la misma vehemencia a ambas invasiones, y entender que la crítica es válida venga de quien venga.
Dicho de otra manera, no es incompatible – y de hecho, parecería evidente – reconocer que de la misma manera que la invasión de Iraq fue una flagrante violación de innumerables leyes internacionales y morales, la invasión de Ucrania también, con el agregado de que Rusia tomó una medida que ni EEUU se había atrevido a tomar: anexó territorio. Y tampoco es incompatible que muchos de los países que invadieron Iraq, critiquen hoy la invasión de Ucrania, porque es indispensable recordar que en EEUU, Reino Unido y España – para dar pocos ejemplos – el rechazo explícito a la invasión de Iraq fue decisiva en elecciones subsiguientes, y que este rechazo político es relevante y positivo. Es digno reconocer los errores, y es preciso recordar que no hay mejor freno al imperialismo que el progreso de los mismos países imperialistas.
Siria: la tragedia en cámara lenta
Pero ese progreso se da sólo en pequeños saltos: el aprendizaje es lento y doloroso y, sobre todo, parcial. En ningún lado se ve más claro que en la trágica y sangrienta guerra civil que arde en Siria desde 2012. Todo el mundo debe rechazar la invasión y ocupación unilateral de otro país soberano, como aconteció en Iraq y en el este de Ucrania. Pero es hora de debatir abierta y seriamente sobre una inconsistencia lógica alarmante: la tendencia a denunciar e igualar las intervenciones llamadas “humanitarias” y la falta de intervención por parte de las potencias – en un juego interminable, siempre se justifica el uno con el otro –. Así, la no-intervención en el genocidio de Ruanda es tan objetable como la intervención que puso fin al genocidio en los Balcanes, e igualmente los casos de Yemen y Libia, o Arabia Saudita y Siria.
Y es cierto: hay también una inconsistencia lógica en cómo se aplican los criterios para una intervención – una inconsistencia inevitable, considerando que se plantean, una y otra vez, casos puntuales que requieren la construcción de una nueva coalición, por la fragilidad que presentan. Pero la respuesta y la solución a esa inconsistencia no puede ser otra inconsistencia: hace falta plantearse seriamente si intervenir militarmente es una solución aceptable a una crisis humanitaria, y si aceptamos que lo es, habría que intentar que su aplicación sea lo más consistente y lo más predecible posible. Pero, si, por el contrario, planteamos que la intervención militar no es una opción, también hay que enfrentar seria y sinceramente las implicancias lógicas de esa postura: es cierto que las intervenciones militares implican muertes civiles y daños colaterales, pero debemos también aceptar entonces las muertes civiles y los daños colaterales que implican la no-intervención, en casos como el genocidio en Ruanda y el colapso total de Somalia. La aparición con fuerza de Daesh (ISIS), el uso de armas químicas, los bombardeos indiscriminados y otros crímenes de lesa humanidad se pueden achacar también a la falta de contundencia en la intervención.
Sea cual sea la postura que se tome, queda más que claro que las consecuencias y las implicancias de la misma requieren una reflexión profunda y seria. Y justamente, el actual discurso del anti imperialismo carece de esa reflexión, sobre todo porque se reduce a cuestiones vagamente ideológicas e históricas; pero ignora – por necesidad y por conveniencia – el trasfondo real y trágico sobre el que se debate. Y es por eso que la visión maniquea no sirve: porque en la mayoría de los casos, estos conflictos no giran en torno a una simple cuestión de buenos, por un lado, y malos, por el otro. ¿Quién es quién hoy en Siria, cuando viejos enemigos y rivales actuales se cruzan y se vuelven a cruzar en una confusa alianza para detener a las fuerzas del Estado Islámico? El caso sirio es, en definitiva, el caso más controvertido y más complejo, y el que menos se presta a ser interpretado por esa cosmovisión tan chata y bidimensional. La realidad es que, durante varios años, y en vista a las dificultades posteriores a la intervención en Libia, la postura anti-intervencionista se impuso, y el mundo miró desde afuera el conflicto en el Levante. Pero queda claro que el desenlace no deja desde entonces satisfecho a nadie: las imágenes del horror de la guerra civil y del dominio del EI son las que impulsan, hoy, un nuevo debate en torno al conflicto, y el rol que deben (o no) tomar las potencias en su resolución. La crítica maniquea no ofrece ninguna solución, y es lo que nos exige elevar el debate para, finalmente, encontrarla.