El debate político que tenemos (y que nos debemos)
El escenario político de este año es poco alentador: las encuestas muestran una elección polarizada entre dos candidatos que se acusan mutuamente de menemistas y ambos acusan al tercero no sólo de ser menemista sino de ser, además, funcional al otro menemista. Y esas mismas encuestas muestran un electorado con poco entusiasmo por las principales opciones: aún, a menos de una semana de las elecciones, las encuestas siguen dando un alto porcentaje de indecisos y en las PASO, tanto el voto en blanco como el ausentismo, fueron elevados.
Es difícil comprender cómo una elección que todos reconocen puede llegar a ser determinante para el futuro del país puede generar tan poco interés. Que los discursos de Daniel Scioli y Mauricio Macri sean tan similares –en pocas palabras, ambos prometen cambiar lo que haya que cambiar y mantener lo que haya que mantener, generalmente de forma igualmente ambigua– ciertamente contribuye, así como lo hace la invisibilización de las alternativas en los medios de comunicación (fenómeno que llegó a perjudicar incluso a Sergio Massa, aunque su presencia mediática haya repuntado en la última quincena de la elección).
Ambos fenómenos confluyen, para generar otro problema desalentador: el debate político de estas elecciones es muy pobre, para la importancia que los propios candidatos dicen darle a los comicios. Ya sea por la escasez de propuestas, por la ausencia de debate -la ausencia física de Daniel Scioli en el primer debate presidencial de la historia argentina fue una imagen elocuente- o por la ambigüedad del discurso de los principales candidatos, los temas que se discuten en elecciones supuestamente decisivas no están a la altura de la circunstancia.
El debate político: cómo votamos (para instituciones agotadas)
Luego de las escandalosas elecciones de Tucumán el 23 de Agosto, marcadas desde su comienzo por denuncias masivas de fraude y otras irregularidades, irrumpió en el debate político un nuevo tema: el sistema electoral. De repente, y durante varias semanas, parecía imprescindible una discusión sobre cómo y cuando se vota, si está bien que se desdoblen las elecciones, y si hay alguna forma de contrarrestar los vicios inherentes al sistema de cuarto oscuro con boleta sábana (el costo de la impresión de boletas por los partidos, la dificultad de garantizar la presencia de las mismas en el cuarto oscuro, las complicaciones para escrutar los resultados, etc.).
Ahora, si bien es evidente que nuestro sistema electoral requiere un debate profundo sobre su futuro –y este año nos dejará muchas experiencias distintas a tener en cuenta– cabe preguntarse: ¿Acaso, en medio de un proceso electoral ya en curso, es el mejor momento para debatir sobre el sistema electoral? La imposibilidad de implementar cualquier reforma a tiempo para las elecciones –y la escasa voluntad para reformar en las provincias que más lo necesitan– indicarían que, por más necesario que sea el debate político, quizás hay otro más importante: las instituciones que votamos están agotadas y sólo un candidato (que no superó las PASO, Ernesto Sanz) planteó algo al respecto, pero limitado a la provincia de Buenos Aires.
Hoy por hoy, muchos de los estados provinciales no tienen la capacidad o los recursos para resolver los serios problemas estructurales que padecen. No sólo las provincias más pobres sino también la provincia de Buenos Aires, tienen serios problemas de gobernabilidad, servicios públicos insuficientes y, frecuentemente, infraestructura en ruinas o en estado de abandono. Prácticamente todas las provincias, por más prosperas que sean, dependen de fondos nacionales para cubrir sus déficits o para encarar cualquier inversión; y prácticamente todas las provincias eligen a sus gobernadores por pluralidad (sólo la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Tierra del Fuego exigen una mayoría para elegir al ejecutivo local). En semejantes condiciones, cualquier reforma al sistema electoral terminaría siendo un cambio de fachada, en una estructura que por dentro está colapsada.
El debate económico: quién va a arreglar la economía (del siglo pasado)
Si el debate político apenas gira en torno a un cambio de fachada, el debate económico es aún más superficial: el único candidato que propone cambios estructurales al manejo de la economía argentina es el candidato del Frente de Izquierda, Nicolás del Caño, pero las recetas que propone la izquierda son tan anacrónicas cómo el manejo actual. En Argentina persiste una especie de fetichismo industrial, que añora una industrialización del estilo desarrollista de mitad del siglo pasado; o, quizás, del estilo asiático, que tanto benefició a los llamados Tigres Asiáticos: se supone que el desarrollo viene de la mano de la industria pesada y del petróleo. Así, en pleno siglo XXI, y ante la abrumadora evidencia que ofrecen los sectores que han crecido en el país en los últimos años (más a pesar de las políticas oficiales que gracias a ellas), algunos siguen pregonando que el futuro de la economía argentina consiste en producir acero y autos y que la mejor solución a la crisis energética está en el yacimiento no convencional Vaca Muerta.
Es por este fetiche que se le ponen trabas a sectores prometedores como el informático, que se vio fuertemente impactado por las restricciones al dólar, que dificultaron el trabajo de desarrolladores locales con el exterior. Argentina tiene, a pesar de un sistema educativo que deja cada vez más chicos a la deriva, un sector informático dinámico y creativo, que es competitivo a nivel global, y que podría ser motor de crecimiento a largo plazo, si la política económica acompañara. Pero las medidas –y las inversiones– necesarias para darle impulso no forman parte siquiera de la campaña política: ningún candidato discute los problemas que generan para la economía el atraso argentino en materia de conectividad (que son problemas de velocidad y de conexión con el mundo, más que de acceso, ya que Argentina es uno de los países con mayor acceso a Internet en la región), ni las consecuencias del alto costo de los productos de alta tecnología en el país.
Peor aún es la fijación en el petróleo: mientras que en el resto del mundo se plantea la necesidad de abandonar los hidrocarburos como fuente de energía y hacer la transición hacia fuentes de energía renovables, en Argentina el debate energético gira casi exclusivamente en torno a Vaca Muerta. Un país que podría aprovechar inmensos recursos eólicos, solares, marítimos y nucleares (un área donde Argentina otrora fue líder y donde hoy depende de asesoramiento extranjero sin poder siquiera poner en funcionamiento pleno los reactores que tiene) para desprenderse –paulatina pero definitivamente– de la energía fósil (y las costosísimas importaciones de hidrocarburos) no tiene prospecto alguno, a corto o mediano plazo, de inversiones en la industria “verde”, una industria que está en alza en todo el mundo.
Lamentablemente, este fenómeno se extiende mucho más allá de la cuestión institucional o económica: la realidad es que el desfase entre los problemas y desafíos que los propios candidatos reconocen y la calidad de sus propuestas o ideas para resolverlos es generalizado. Así, elecciones decisivas terminan pareciendo insignificantes (porque todas las opciones se parecen) y las propuestas terminan pareciendo indistintas (porque ninguna está a la altura). En el mejor de los casos, después de las elecciones, el debate va a poder ser más profundo.