El declive del discurso político del gobierno en la Argentina
El año pasado, allá por el mes de junio, publiqué un artículo para este sitio que se llamo “la decadencia política-institucional de la Argentina”. En él hice referencia a la incapacidad de las instituciones políticas argentinas para canalizar y procesar el conflicto por vías pacíficas, de manera eficiente. El Congreso, el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo, lejos funcionar equilibradamente (fruto de los frenos y contrapesos propios de una República), se solapan y se superponen permanentemente. Así también sucede con otras instituciones de menor rango.
En esta ocasión me voy a centrar en la decadencia del discurso político del gobierno nacional. Éste, en los últimos 12 años, sufrió a mi entender una gran merma. Desde el año 2003 se han venido esgrimiendo ciertas afirmaciones que perduraron a largo del tiempo y que se apoyan y se sostienen en argumentos realmente pobres y poco consistentes (por no decir falsos).
Empecemos por un problema macroeconómico grave: la inflación (léase el aumento generalizado de los precios). Para justificar la inflación, el oficialismo en el poder recurrió frecuentemente a su “teoría del crecimiento”. En pocas palabras, el argumento era que si hay inflación, ello se debía al crecimiento rápido y acentuado de la Argentina desde el año 2003. El crecimiento produce inflación, porque una mayor cantidad de personas consume y demanda determinados bienes y servicios. El aumento en el consumo produce un aumento en los precios. Este argumento ignoraba el componente de la oferta. Omitía que la oferta se había estancado. Es decir, las inversiones no habían llegado y tampoco llegarían.
A medida que pasaban los años y el problema de la inflación se agravaba, el oficialismo produjo un giro en su discurso, en sintonía con la intervención del INDEC (el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos). El discurso apuntaba a negar el problema, situarlo debajo de la alfombra. Es que el argumento inicial sostenido por el gobierno chocaba contra la realidad de otros países, entre los cuales podría nombrar varios de América Latina (como Brasil, Paraguay, Perú) y varios otros de Asia, que crecían a altas tasas con baja inflación.
La propia intervención discrecional y grosera del INDEC, es necesario recordar, gatilló un discurso político realmente muy endeble. Se ponían en tela de juicio los estándares y métodos que utilizaba el INDEC para medir el valor de la «canasta faimiliar». En su lugar, nadie quiso ni estuvo en condiciones de respaldar discursivamente (y en los hechos) un nuevo índice. El discurso político parecía estar centrado en descalificar todo hecho que contradijera el “modelo”, sin plantear alternativas ni métodos superadores.
En el problema de la inseguridad ciudadana también se vislumbra con claridad la pobreza discursiva del oficialismo. Néstor Kirchner y Cristina Fernández evitaron en sus discursos pronunciarse sobre el problema. En muy contadas veces apareció la palabra “inseguridad” en los discursos presidenciales. Cuando el oficialismo, a través de ministros, secretarios y diputados estuvo dispuesto a hablar sobre el tema, su énfasis estuvo puesto en menospreciar la gravedad del asunto, aludiendo por ejemplo a una “sensación de inseguridad”. De esa manera, se lograba salir del paso, postergar hasta nuevo aviso el tratamiento del problema.
Racionalizando las cosas, es necesario decir que un problema como la inseguridad produce, en los que la sufren, sensaciones y sentimientos subjetivos adversos. Modifica la percepción de la realidad de las personas y produce un cambio claro en su conducta (especialmente cuando el problema es de grandes proporciones). Pero esa “sensación” tiene su causa, en la Argentina, así como también puede serlo en países como Venezuela, en la inseguridad real, existente en los hechos y medible estadísticamente. Por lo tanto, decir que hay una “sensación de inseguridad” es reconocer el problema. La “sensación de inseguridad” es en gran parte consecuencia de una inseguridad real, objetiva, existente en los hechos.
Asimismo es posible constatar omisiones de parte del oficialismo que terminan repercutiendo en la sostenibilidad de sus dichos y afirmaciones. El gobierno nacional se esforzó repetidamente en culpar a los medios de comunicación más importantes por tergiversar la realidad y desinformar. Su carácter supuestamente monopólico, corporativo y antidemocrático legitimarían estos reproches. Pasando por alto el problema de si existe una verdad o un conocimiento que pueda considerarse imparcial u objetivo, su posición como activo comunicador en el rol institucional que ocupa termina desacreditando o relativizando esas mismas aseveraciones. El gobierno hizo exactamente lo mismo que los medios de comunicación a los que ataca: informar a través de sus múltiples medios gráficos, televisivos y radiales su verdad parcial, sesgada en perjuicio de los medios monopólicos u oligopólicos que él mismo detenta. El ida y vuelta se planteó como una verdadera batalla porque no existió ni existirá nunca un tercero imparcial, un árbitro que esté en condiciones de mediar en la disputa y apaciguar los ánimos.
Por último, el oficialismo recurrió con asiduidad a la descalificación de la oposición política. A menudo, en lugar de atacar los argumentos y afirmaciones de la oposición, se atacaba directamente a la persona. La descalificación personal tenía el objetivo de sepultar el pluralismo político. Nadie puede sostener legítimamente que las reglas de cualquier democracia donde se respeten las libertades no descansen en la convivencia pacífica, la tolerancia, la participación libre y la asunción de la palabra. Estos valores son los que se resintieron en la Argentina a partir del año 2003: la descalificación adquirió dimensiones peligrosas.
La denuncia del oficialismo tendió a tomar la siguiente forma: haber estado con tal o cual persona, en tal o cual lugar, o haber participado en tal o cual espacio, son razón suficiente para valorar o menospreciar al emisor. Las ideas, argumentos y afirmaciones quedaban de lado, no interesaban. La exclusión del escenario político se decidía casi de antemano. Ergo, el discurso político perdía valor.
Un ejemplo reciente puede servir para ilustrar este punto: la movilización reciente por el “Caso Nisman” generó apoyo en la oposición política y rechazo en el oficialismo (o en gran parte de él). Éste último intentó, los días anteriores a la gran marcha, quebrantar la voluntad de sus participantes con un discurso ofensivo, nada elegante que repetía viejas manias: la legitimidad o ilegitimidad de la marcha pasó nuevamente a depender de quienes asistieran a ella, no de las ideas, principios, supuestos y motivos que la informaban. Los lugares comunes se repetían y el oficialismo no fue capaz de desplegar un discurso político a la altura de los acontecimientos, creíble y consistente.
Durante mucho tiempo, la calidad del mismo pareció no repercutir demasiado en las encuestas electorales. La economía crecía y la sociedad estaba mejor.
Los agujeros del discurso político aparecen con toda su fuerza en momentos difíciles para la economía y de descrédito hacia el gobierno. La legitimidad de éste último es severamente puesta en duda.
Una nueva clase política en el poder deberá tomar nota y producir un discurso político a la altura que apuntale, en períodos favorables, la confianza hacia el gobierno y, en momentos adversos, procure rescatarlo. Es un recurso vital para cualquier gobierno democrático que quiera ganarse la opinión pública y torcerla para su lado, asegurándose la gobernabilidad política necesaria y despejando así los fantasmas de inestabilidad del pasado.