En esta oportunidad intentaré definir lo que, desde mi óptica, define al liberalismo. Seguidamente daré mi opinión sobre el mejor camino político a seguir para esta corriente en Argentina.

Ha habido en los últimos años una controversia un tanto implícita pero también  explícita y pública sobre lo que es ser liberal. Ni propios ni extraños parecen coincidir en un definición. Es así que el concepto de liberalismo se torna confuso en boca de quienes lo emplean, ya sea para denostarlo o para rescatarlo. En este breve artículo me embarco en esta tarea que tiene fines fundamentalmente descriptivos.

Aquí defino al liberalismo por la mínima, que abarca el respeto a los derechos individuales, la defensa de las minorías, la tolerancia y el respeto hacia el otro más allá de sus ideas y la convivencia pacífica. Todo liberal defiende, además, la igualdad de oportunidades para todos los hombres más allá de su raza, clase, etnia, religión o nacionalidad. A alguien le podría parecer que esta definición es muy amplia o laxa, lo cual es cierto. También es posible definir al liberalismo de un modo más riguroso. Esta última opción deja afuera, empero, casos perfectamente compatibles con la corriente ideológica que intento definir.

Desagregando el concepto, es posible identificar un liberalismo en el plano civil, que consagra la libre movilidad del individuo, el derecho a educar, el derecho a recibir instrucción, la libertad de culto, la libertad de expresión, la libertad de conciencia y de prensa. El Estado de Derecho argentino reconoce en la propia Constitución Nacional el derecho a la intimidad y a la privacidad (artículo 19 de la CN), entre otros muchos derechos personales y personalísimos.

El liberalismo político se define por la libertad del individuo para expresar públicamente las ideas políticas sin coacción, la libertad de asociarse para formar partidos políticos, por el derecho a movilizarse, peticionar ante las autoridades, votar y ser elegido en elecciones (libres e imparciales). Muchos autores liberales del siglo XVIII y XIX han observado en la llamada “opinión pública” un poder capaz de controlar y corregir a los gobiernos para que retornen a la buena senda.

El constitucionalismo liberal ha desarrollado a lo largo de los siglos ciertos dispositivos y mecanismos que intentan limitar el poder de gobierno, porque observa en éste último una potencial amenaza a la libertad de los ciudadanos. La teoría de la división de poderes consagra tres órganos estatales separados (Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial) que se controlan mutuamente. Se pretende contener y confinar el poder dentro de ciertos límites. En una frase liberal muy citada, el ex político inglés, Lord Acton, afirma “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. De allí la centralidad de enmarcar el poder dentro de determinadas fronteras.

Para muchos liberales, esta teoría no es más que una utopía que no tiene su reflejo en la práctica diaria de las democracias. Esto, sin embargo, no es exacto. El Congreso y la Justicia han podido, en algunos países presidencialistas, resistir mejor que en otros el avance del Presidente por sobre el Congreso y la Justicia. Como observan Scott Mainwaring y Matthew Shugart, en momentos en que el partido del Presidente se encuentra en minoría en el Congreso, la división de poderes parece funcionar bastante bien. En este caso se suelen formar coaliciones para gobernar. Lo contrario ocurre desde el momento en que el partido del Presidente pasa a gozar de amplias mayorías. Aquí la división de poderes se resiente.

Si bien en los últimos 80 años se observa un fuerte aumento del poder de la Presidencia en detrimento del Congreso y la Justicia, lo cierto es que en algunos países el crecimiento de sus atribuciones y competencias ha sido más marcado que en otros. En países como Estados Unidos y Chile el crecimiento de sus atribuciones constitucionales ha sido bastante menor que en países como la Argentina.

Por último, existe un liberalismo económico, no menos importante, que consagra la libre movilidad de los factores de producción sin la intervención del Estado con el fin de asegurar una mejor asignación de los recursos en la sociedad. En este nivel no solo se plantea una menor regulación por parte del Estado del mercado (concepto que incluye las empresas, los individuos y organizaciones de la sociedad civil),sino también una reducción de los impuestos que alcance, primero y principalmente, a los sectores de menores recursos.Hasta acá he intento otorgarle al liberalismo un significado. No cualquiera, sino el que creo que justamente le cabe.

Cuando opto, con fines instructivos, definir al liberalismo por la mínima,  de alguna manera también estoy incitando (intencionalmente como liberal) a la unión de todos los liberales en política.

En los últimos años ha habido intentos por impulsar e instalar las ideas liberales en el terreno político. Si bien los resultados no han sido los mejores, la voluntad y la perseverancia de las personas que emprendieron la tarea no son factores que no merezcan ser considerados. Muy por el contrario. Es un muy buen paso inicial para continuar una tarea que quedó trunca.

Pero para crecer y lograr tener éxito, deberíamos apuntar a la unión de todos los liberales, a partir de una definición mínima como la que aquí se propone. Es una misión que los liberales no deberíamos desaprovechar.

Para terminar, me gustaría cerrar con una frase del politólogo italiano Giovanni Sartori: “El liberalismo ha limitado el poder absoluto y arbitrario; ha liberado efectivamente al hombre del saqueo y del terror […] En su órbita -la construcción de sistemas de gobierno- es el liberalismo y no el marxismo, el que reúne la historia y la práctica; es un proyecto que funciona. Teniendo todo en cuenta, sugiero que nos preocupemos menos del neoliberalismo y más de lo que hay de nuevo y de lo que sigue siendo nuevo en el liberalismo».

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