Justicia, pobreza y títulos de propiedad

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Desde que en el año 1986 el economista Hernando de Soto publicó su libro “El Otro Sendero. La Revolución Informal” nadie ha logrado una mejor respuesta a la pobreza estructural de América Latina y del tercer mundo. Uno de los aspectos centrales de su trabajo concluye en que reconocer fuerza legal a los títulos sobre las viviendas de las personas marginadas de la revolución capitalista es un requisito esencial para posibilitar su crecimiento económico y humano.

La tesis es sencilla y contundente: la propia vivienda tiende a ser la mayor acumulación de capital de las familias. La libre circulación de ese capital permite a las familias apalancar su crecimiento económico. Por el contrario los obstáculos y costos a la circulación de este capital los condena a vivir al día, sin los beneficios del crédito. El título legal de propiedad es el primer requisito para que dicha circulación y el crédito sea posible.

Los enemigos de esta solución son poderosos: Por un lado, los políticos populistas, que estructuran su base de poder sobre la pobreza de las masas y su creciente dependencia de los “beneficios” que reparten el Estado y los punteros políticos del partido. Por otro lado, las corporaciones profesionales y fiscales que se interponen en el proceso de adquisición y traslación de los títulos de propiedad: abogados, escribanos, agrimensores, contadores, recaudadores fiscales, intermediarios y gestores de todo tipo y color que buscan su tajada en la circulación de la riqueza inmobiliaria, y que para asegurarla generan dificultades y trabas burocráticas cuya remoción requiere de su intervención.

En nuestro país se está dando un grave proceso de “destitulización” de las viviendas. Hay un enorme crecimiento de poblaciones informales y villas, sin catastro alguno, simultáneo con la pérdida de títulos de propiedad sobre las propiedades catastradas. El primer fenómeno, el del crecimiento de las villas, es bien visible y conocido. El segundo, en cambio, es silencioso y no se conocen mediciones ni estadísticas: me refiero a la enorme cantidad de propiedades que se transfieren sin escrituras, sea por muerte, divorcio, división de condominio, prescripción u otras situaciones en las cuales la regularización del título es un puro costo, no asociado a una transacción económica.

La legislación del Código Civil es realmente muy adecuada para que esto no suceda, es decir para que, en lugar de perderse los títulos, las personas puedan adquirir y transferir con entera seguridad jurídica títulos sobre sus bienes. Institutos como la divisibilidad eminente del condominio, la prescripción adquisitiva y toda la regulación de la posesión y de la transmisión hereditaria tienen ese objetivo. Por ello, el fenómeno creciente de “destitulización” no es un problema de legislación de fondo sino de su implementación y de los costos fiscales y corporativos que se han ido generando en el mercado inmobiliario.

¿Y quién tiene la llave y la responsabilidad para revertir esta situación? Yo veo dos principales campos de acción:

Uno es el fiscal. El impuesto de sellos sobre las viviendas debe eliminarse. Y ni hablar del impuesto sucesorio generado recientemente por la Provincia de Buenos Aires y de peligroso contagio en las demás. Pero también deben eliminarse otros costos fiscales o cuasi fiscales que también encarecen las transferencias e hipotecas de viviendas, como la obligatoriedad de la intervención notarial y las normas de mínimos arancelarios obligatorios y de aportes colegiales y previsionales a las cajas de escribanos, martilleros y abogados. Esto depende, principalmente, de la legislación local de la Ciudad de Buenos Aires y de cada provincia, que establece los impuestos y las normas de ejercicio profesional relevantes.

El otro campo de acción, no menos importante, es el procesal. Salvo la transferencia voluntaria entre vivos, todas las demás formas de traslación y adquisición de título requiere de la intervención de la Justicia. Muchas veces son procesos voluntarios, otras no. Pero en todos los casos la intervención judicial debe resolver problemas que son sencillísimos (muchísimo más sencillos que los que resuelve mi computadora, cada vez que la enciendo, para decirme simplemente qué día y hora es). No hay nada, en la naturaleza de las cosas, que diga que estos procesos judiciales deban ser extensos, costosos, inabordables o eminentemente diferibles para el común de la gente.

Rediseñar estos procesos para revertir la progresiva “destitulización” es –también- responsabilidad de cada provincia, ya que bajo su competencia constitucional está la de administrar la Justicia y los catastros. En el caso particular de la Capital Federal la administración de Justicia y del Registro de la Propiedad Inmueble aún descansan en la órbita de la jurisdicción nacional (son los resabios de la malhadada “ley Cafiero”). Y, dentro de la jurisdicción nacional, es al Consejo de la Magistratura a quien le cabe la responsabilidad de organizar la Justicia y reglamentar la eficaz prestación de este servicio.

Bastaría que el Consejo de la Magistratura se tomara esta responsabilidad en serio, para organizar procesos judiciales rápidos, eficientes y económicos. Con ello, la gente podría concurrir en masa y con muy bajo costo a regularizar sus títulos de propiedad, usucapir sus posesiones de hecho, y poner en valor y dentro del circuito económico el capital que han sabido acumular en sus propias viviendas.

En conclusión, si bien nadie en el Consejo de la Magistratura está pensando en ello, cada uno de sus trece miembros es responsable por la creciente pobreza estructural del país, y podrían hacer muchísimo por mejorar la calidad de vida y la inserción económica de los más desposeídos.

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