La Apertura del Comercio Como Motor de Crecimiento de los Países
Si bien el mercantilismo data del siglo XVI y XVII, su influencia en la actualidad aún es importante y tiene peligrosas consecuencias. Socialmente parece haber, por lo menos en nuestro país, un concepto equivocado sobre el comercio y la producción. Pareciera que el bienestar de una economía se basara sólo en su nivel de exportaciones y se suele creer que el hecho de abrir el comercio al mundo, o sea abolir las barreras comerciales, es sinónimo de la destrucción de la producción local. Es cierto que abrir las barreras comerciales arruinaría los negocios de algunos empresarios locales, eso es innegable. Pero ¿alguna vez nos hemos preguntado los efectos reales de la apertura comercial en un contexto de un plan político y económico coherente? Debemos tener en cuenta que los países desarrollados, o los que están próximos a serlo, han utilizado y potenciado los beneficios del comercio internacional como motor de crecimiento.
Frederic Bastiat, hace alrededor de 200 años, decía que había que orientar las políticas hacia los consumidores, no hacia los productores. Esto quiere decir, básicamente, ampliar la oferta; desde el punto de vista del consumidor, este escenario es lo mejor que puede pasar: tener para elegir muchos bienes y servicios, y que los proveedores de éstos compitan arduamente entre sí para ofrecer mejores productos a precios más económicos. Por el contrario, realizar políticas orientadas a los productores es generarles a éstos su ambiente ideal: quitarles competencia de modo que los consumidores no tengan opción de elegir demasiado (reducir el número de empresas de servicios e industrias, en muchos casos hasta llegar a mercados monopólicos), no sólo garantizando consumidores cautivos sino además permitiéndoles a los beneficiados empresarios controlar los precios a su placer y darse el lujo de ser ineficientes sin costo alguno.
¿En cuál de las dos situaciones nos encontramos y en cuál nos gustaría estar? Sin dudas, en un mercado libre se orientan políticas a favor de los consumidores y en un mercado proteccionista se orientan políticas hacia los productores. Sin embargo, resulta irónico que orientar políticas hacia los productores tenga resultados nefastos para el crecimiento de un país y de su propia industria.
El proteccionismo desgasta las relaciones comerciales con otros países, quiebra la calidad institucional y dificulta el acceso a insumos y bienes de capital importado. En este escenario, aparecen dos únicos proveedores de bienes y servicios: el propio Estado, a través de empresas de carácter público, y un pequeño grupo de empresarios amigos del Gobierno, que aprovechan la oportunidad y beneficios exclusivos para establecerse en un mercado local reprimido y sin competencia. Las consecuencias de esto son previsibles: el mercado se comprime aún más porque 1) como el empresariado local no tiene competencia, nada lo impulsa a innovar, a diferenciarse, a reducir costos y los servicios son cada vez más deplorables, y 2) el proteccionismo comprime las relaciones comerciales con otros países y reduce la entrada de inversiones; los gobiernos caen en la expropiación de empresas, generando inseguridad jurídica y atropellos hacia los contratos; se genera un elevado gasto público, producto de la alta ineficiencia de las empresas estatales, y gastos en salarios que antes eran privados. Esto genera un déficit que es financiado a través de la emisión monetaria (porque además se reduce la entrada de divisas), lo que provoca un contexto inflacionario que genera más escasez y menos ahorro e inversión. Mientras tanto, los ciudadanos no sólo están sometidos a consumir bienes y servicios de baja calidad a precios altos, a pagar el impuesto inflacionario, sino que también sufren desabastecimiento general. Ejemplos, a los Argentinos nos sobran: Aerolíneas Argentinas, con un déficit aproximado de 1 millón de dólares diarios; YPF, aumentando 50% los precios de los combustibles un año cuando el precio del barril tocaba en el mundo un piso histórico; ENARSA, con su eterno déficit y nula producción; las «fabricas» de Tierra del Fuego, que a pesar de no aportar componente tecnológico alguno al proceso productivo le cuestan al fisco miles de millones -además de los casi 800 millones de dólares que los consumidores pagan por sobreprecio en celulares anualmente-; y el desabastecimiento farmacéutico, automotriz, de alimentos, etc., que padecemos respecto a nuestros vecinos y al mundo.
Siempre me pregunto en qué nos beneficia, realmente, cerrar el comercio. La población no tiene por qué pagar el costo de aprendizaje de una industria ineficiente.
En base a la experiencia empírica, está comprobado que los países proteccionistas se empobrecen. Quienes menos importan menos exportan y quienes más importan también exportan en grandes magnitudes. No hay país alguno que le venda al mundo sin comprarle algo. Si observamos, por ejemplo, países exportadores como Bélgica, vemos que en el año 2014 exportó en bienes y servicios un equivalente a 83% de su PBI y a cambio importó un 81% de su PBI; República Checa exportó un porcentaje similar al de Bélgica e importó un 76% de su PBI. Argentina exportó e importó en bienes y servicios iguales montos, equivalentes al 14% de su PBI; Chile también exportó e importó porcentajes iguales, alrededor de un 33% del PBI. Se puede ver una regla proporcional entre importaciones y exportaciones casi perfecta.
Debemos comprender que las necesidades de las personas se satisfacen a través de la adquisición de bienes y servicios. En términos de comercio exterior, la importación es un beneficio que obtenemos al hacernos de cosas que no producimos, es el costo que tenemos que pagar para poder obtener bienes y servicios producidos en otros lugares; por el otro lado, la exportación es lo que nosotros le vendemos al mundo.
Si un país es ineficiente en su producción y por ende en sus exportaciones, tampoco va a poder comprarle algo al resto del mundo. Las exportaciones crecen en la medida que nos abrimos al comercio mundial, el bienestar de la sociedad y la riqueza también.