La larga apatía de una sociedad dormida

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Hay un actor de la política nacional al que pocas veces se lo interpela, que pocas veces hace mea culpa y recapacita sobre su rol en los tristes eventos de nuestra realidad: la sociedad.

El ciclo kirchnerista, que se termina en diciembre de este año, invita –como todo final– a reflexionar sobre lo ocurrido, a repensar lo hecho y a mirar desde otro lugar. Lamentablemente, no siento que como sociedad estemos haciendo un repaso sobre nuestro rol, en lo que fue uno de los ciclos políticos más nocivos de la democracia en nuestro país. (Se termina, chicos. Lo lamento por los fieles fanáticos que se compraron remeras de La Cámpora hace poco: úsenlas para dormir. Si el tipo que más odias, a quien te cansaste de defenestrar, a quien consideraste un infiltrado y de quien te reíste, es quien hoy mejor representa tu modelo o idea, estás un poco complicado. Si los Pimpinela son la conclusión apoteótica de tu batalla cultural… no sé, te la dejo picando.)

En estos doce años de hacer y deshacer, el kirchnerismo (lo que sea que eso signifique) obtuvo una victoria moral y efectiva sobre una parte de la sociedad, que, como yo, entiende que este gobierno es –mayoritariamente– un nido de bandidos carentes de los más elementales principios éticos, con varios seguidores fanáticos, de pensamiento dicotómico, autoritario y sectario, y encabezado por desalmados cobardes vergonzosamente enriquecidos.

¿Por qué? Porque, pese a todo, consiguieron hacer y deshacer a su antojo y nosotros –la sociedad en general– los dejamos actuar, mientras “cacareamos”. Con nuestra inacción denotamos que el país es nuestro sólo para insultarlo, pero no para enmendarlo. El grupo social que integro es mucho más pacato y chato de lo que cree. Yo soy mucho más mezquino y apático de lo que me gusta reconocerme. Hemos visto con escándalo la degradación cultural que resultó de ser gobernados por “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, y ¿qué hemos hecho como sociedad? Nada. O, en todo caso, muy poco. Seguro que menos de lo que la situación demandaba. Capaz fuimos a alguna marcha, escribimos fogosas cartas de lectores, convencimos a algún votante dudoso, seguramente recomendamos vibrantes notas y editoriales a nuestros amigos, habremos despotricado en largas sobremesas sobre la perniciosa e irreparable condición de estos sinvergüenzas, pero no hicimos más. Hasta alguno debe de haber abandonado la lectura del diario, para evitar la depresión.

Como si nuestra aura energética fuese suficiente para que algo cambie. Como si nuestras palabras retumbasen en el universo y, al ser oídas, todos los equivocados y desviados se convirtieran a nuestro credo, deslumbrados por la luz blanca de la verdad.

En el fondo, nuestra soberbia nos condenó de antemano. Somos los pretendidamente cultos de nuestra sociedad, los instruidos, los que tuvimos la suerte –en general, por el mero azar de la existencia– de no estar destinados a depender de un puntero o de un plan social. Por todo esto, creemos que podemos ver mejor y entender lo que sucede en la sociedad; distinto de esa gente que los vota, que los sigue a ellos. “Esa gente es bruta o está comprada”, nos decimos. Si nos despertamos magnánimos reflexionamos: “pobres (como condición material y espiritual) no les queda otra, viven en esa realidad y no se dan cuenta de que la cosa así no funciona, que votarlo a ése los perjudica y que el país así no va a crecer”. Pero hasta ahí llega nuestra empatía, hasta la declaración. Por más progresista que alguno se quiera sentir.

Otros días, más pesimistas, en pleno berrinche metafísico sobre la intrínseca condición perezosa y perversa del hombre latino, nos acariciamos el alma recordando que siempre hemos sido buenos ciudadanos. “Con eso alcanza”, nos pretendemos convencer, cerrando los ojos ante la pasmosa y abundante evidencia que demuestra lo contrario. Es nuestro consuelo, nuestro tesoro moral que nos distingue. “Yo me porto bien, pago mis impuestos y voto a conciencia. Cumplo con mi deber en la sociedad”. Así nos gusta identificarnos, con las loas al ciudadano ejemplar y al ejercicio cívico de las virtudes republicanas.

La runfla de mediopelos que nos desgobierna nos ha dejado en evidencia, muchachos. Nos han expuesto y no logramos, o no queremos, verlo.

¿Quién no ha escuchado proliferar los peores diagnósticos de lo realizado y del porvenir, en cualquier conversación de opositores al oficialismo? Y, otra vez, ¿qué hicimos? Poco o nada. No parece importarnos tanto, a fin de cuentas. Como somos astutos, de antemano expiamos culpas diciendo “nada se puede hacer”, como una caricia inmerecida frente a nuestra asombrosa quietud. (Aunque después nos quejemos, porque “nadie hace nada”. Somos rápidos para las excusas propias y para encontrar incumplimientos en los ajenos.)

¿Cuánto tiempo y/o dinero hemos invertido en hacer algo por el país o la sociedad? Podemos pensar que somos los “buenos”, las “víctimas” de la sociedad, pero también somos los cómodos, los fácilmente resignados. Posiblemente, los tibios.

Fuimos espectadores del desastre, pero desde cómodas butacas. Si vimos el incendio, no hicimos más que tocar la lira. Piense, amigo lector, todo lo que nos sorprendió para mal, nos avergonzó y horrorizó de este gobierno. Repase en silencio. Bueno, ahora busque en su memoria lo (poco) que hemos realizado para contrarrestarlo; ¿exigimos tan poco a la política porque sabíamos que íbamos a dar poco como sociedad? Al final, parece que el kirchnerismo no fue tan malo o, si lo fue, sobreactuamos nuestro amor u ofensa.

Si nosotros caemos bajo el yugo de creer que “no hay salida”, ¿cómo vamos a esperar que quienes están peor que nosotros no piensen igual? ¿Cómo pretendemos que dejen de votar a quien les da algo, si cuando lo reciben también saben –como nosotros– que nada cambiará jamás? Al menos ése les da algo, pensarán. ¿Qué pensarán de quienes vociferamos contra las cadenas de populismo, pero nada hacemos para cortarlas? ¿Por qué habrían de creernos? ¿Qué haríamos en sus lugares, nosotros?

Más de una vez me pregunté qué les contaría a mis posibles nietos si les hablara de lo que fue tener de vicepresidente a un tipo como Boudou, a un presidente perverso que siente éxtasis ante cajas fuertes, jueces del calibre de Oyarbide, funcionarios como Aníbal Fernández, accidentes como los de Once, asesinatos como los de Nisman y muchos más. No puedo evitar imaginar que me preguntan: “¿Y vos qué hiciste?”. El anticipo de la vergüenza que sentiré en el futuro y el estruendoso silencio de mi interior, ya me obligan a mirar al suelo. ¡¿Hasta cuándo vamos a tolerar cosas como estas?! ¿No es, acaso, tiempo ya de que cambiemos como sociedad?

 

PD: Empedernido lector, si llegó hasta acá y comparte algo de todo lo anterior, tengo una oferta que no podrá rechazar: estoy buscando fiscales para estas elecciones y me quedan varias plazas por cubrir. ¡Aproveche, haga Patria por un día! Me puede escribir a marcos_elia@hotmail.com. Después, no diga que no sabía…

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