Libertad de expresión o censura: hacia una visión alternativa entre el liberalismo y el Papa para el mundo de hoy

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A poco más de dos meses del ataque terrorista a la sede de la revista Charlie Hebdo en Francia me pareció oportuno recordar y rescatar del olvido una vieja diferenciación hecha por un eminente filósofo moderno que pensó el mundo para su época.

En esta nota no pretendo explayarme más allá de una mera distinción que tiene el objetivo de aportar un poco de luz a ciertos conflictos que se están en nuestras sociedades y en los cuales parece plantearse un dilema. El dilema tiene que ver con encontrar las soluciones o los alicientes para los problemas complejos que nos aquejan, sin traicionar nuestros ideales y valores más sagrados.

El atentado ocurrido en la ciudad de París el día 7 de enero y las réplicas antisemitas en Dinamarca (contra el controversial artista sueco Lars Vilks) pusieron sobre el tapete la cuestión de si es legítimo burlarse de las religiones de los demás cuando creemos oportuno hacerlo. De si la violencia en determinadas situaciones está justificada, a la vez que se plantean ciertas contradicciones entre la esfera de valores que rigen, diferencialmente, para el mundo occidental y oriental.

Las acciones emprendidas por Estado Islámico contra sus enemigos pueden ser situadas, en parte, en este contexto.

¿Cómo zanjar las diferencias existentes entre el mundo oriental y occidental? Como ya adelanté, no pretendo adentrarme en el tema de si es posible conciliar (o no) ambas cosmovisiones. Eso requeriría un análisis histórico exhaustivo el cual, por razones de tiempo, interés y capacidad, no haré en esta ocasión. En cambio, mi foco está en rescatar una vieja distinción que parece haberse perdido.

Existen dos formas de considerar las cosas, filosófica- y políticamente hablando.

Por una parte están aquellas personas que defienden la libertad de expresión sin límites. Para ellas las libertades individuales deben regir universalmente el mundo y el límite de la tolerancia se encuentra en su violación. Un mundo justo y libre es posible, solo y en la medida en que las personas puedan expresarse sin tapujos sobre los diferentes temas y la ley castige a quien viole las normas que amparan esas libertades. Esta visión del mundo se centra en el deber ser y no se sumerge en la realidad, que claramente pasa a un segundo plano. El liberalismo en su estado más puro –que se refleja en el ideario de la Revolución Francesa- es expresión acabada de esta forma de ver el mundo.

De otro lado se encuentran quienes ponen reparos a la posibilidad de los individuos de expresarse libremente diciendo lo que les venga en gana. Aquí la libertad de expresión no rige sin condiciones, en especial cuando se ofende y se agravia a terceros.Se debe disuadir a las personas de expresarse de tal modo que pueda suscitar una reacción  violenta por parte de otras. La libertad de expresión debe ser, en última instancia, limitada y la paz y el orden deben ser resguardados a toda costa. Esta posición fue defendida y apoyada por el Santo Padre luego de los sucesos en París. Estamos en presencia de una visión más conservadora.

La tercera posición (que en este artículo defiendo) es una síntesis de las dos anteriores. Tomo para desarrollarla la famosa distinción entre moral interna y ley externa de Immanuel Kant, filósofo de la Ilustración del siglo XVIII.

La libertad de prensa y expresión, como leyes externas, deben regir universalmente para todos los hombres del mundo. Su vigencia asegura la justicia y el progreso. Ningún hombre podrá sentirse libre si la efectividad de la ley no es garantizada por medio de tribunales de justicia independientes del arbitrio y el gobierno de turno.

Pero la defensa de la libertad de prensa y expresión no es sinónimo de la defensa  del agravio, la descalificación, la burla y la ofensa (no existe un derecho a ofender propiamente dicho). En este punto entra a jugar la moral interna: la responsabilidad individual actúa como tamiz y filtro de expresiones ajenas a toda justicia. Si ésta implica dar a cada cual lo que se merece y le corresponde, entonces el equilibrio, buen juicio y trato deben ser resguardados. La responsabilidad individual se erige como condición necesaria pero no suficiente para velar por un mundo en paz.

Esta última posición tiene su ancla en el plano de la realidad: la censura y la violencia deben ser activamente condenadas. Pero un especial énfasis en el deber ser no puede ignorar la realidad de las cosas: las palabras y otro tipo de expresiones subjetivas no son inocentes y  producen efectos deseados y no deseados. Ya sea en palabras o en actos. La historia es elocuente en este sentido.

Mientras todo esto sea así, la libertad de expresión sin límites, por un lado, y el ejemplo, el equilibrio y la educación, por el otro, son las herramientas indispensables para recomponer un mundo  en franca decadencia, sin visos de recuperación. Un mundo que desde el atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 no ha sido capaz de recuperar la cordura y en el cual sus actores siguen empecinado en vengar y ajusticiar, por mano propia, todo acto o palabra no afín a sus intereses y valores del modo más sangriento y despiadado.

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