Partidos políticos y democracia argentina
Para empezar, se me viene a la mente una pregunta sobre los partidos políticos – sin mucha lucidez lo confieso- que trata de encontrar un hilo conductor en busca de una respuesta, que sabemos que está, pero que los argentinos pareciera que siempre tendemos a girar en torno a ella.
¿Cuál es el papel que deben jugar los partidos políticos en una democracia?
Me gustaría responder, en primer lugar, con el Artículo Nº 38 de la Constitución Nacional:
«Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático. Su creación y el ejercicio de sus actividades son libres dentro del respeto a esta Constitución, la que garantiza su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas. El Estado contribuye al sostenimiento económico de sus actividades y de la capacitación de sus dirigentes. Los partidos políticos deberán dar publicidad del origen y destino de sus fondos y patrimonio.«
La finalidad de la discusión es garantizar el debate democrático, en la medida en que no se trate de caer en demagogia ideológica (en la cual se expresan las opiniones sin exigir su validación y su argumentación racional); o en demagogia sofística, (en la que se busca convencer al otro, en vez de convencerse a sí mismo, castrando la exigencia de búsqueda de la verdad en una comunidad y así someterla a una voluntad).
La vitalidad de la democracia está en la multiplicidad de los partidos políticos, los cuales deben preservar las divergencias, las diferencias y la heterogeneidad de la sociedad. La pluralidad de los partidos políticos debe tender hacia la pluralidad de los individuos que forman parte del círculo de la “polis”. En ese sentido, los partidos políticos deben ser el aporte del régimen democrático que resuelva la diversidad y la contradicción entre las opiniones.
Ellos deben ser, además, la expresión de la dialéctica de lo particular (la suma de los individuos) y de lo general (el bien común). Ese es el primer significado que le podemos atribuir al vínculo teórico que une a los partidos con la democracia: en síntesis, la naturaleza de los partidos consiste en ser el espejo de toda la sociedad.
Pero si la democracia identifica el ejercicio de un poder cuyo seno, origen, ejercicio y destino es el pueblo, el significado del concepto “partido” toma un significado menos transparente e incluso polémico en relación a la democracia. En efecto, en la práctica los partidos se presentan menos como una mediación entre el pueblo y el ejercicio del gobierno y más como originadores de la mediación entre el pueblo y el poder.
En este caso, el poder se condensa en las manos de unos pocos, se desliga de la esfera civil, circula, se intercambia, se transfiere a un círculo muy restringido del espacio partidario, según unas reglas que tienen poco que ver con el juego democrático. Los partidos deberían manifestar la posibilidad para cada ciudadano de abandonar la esfera privada para comprometerse en la esfera pública, participando en la deliberación común, en la elaboración de una unidad que sustituya los conflictos particulares. Al contrario, ellos parecen reforzar esa dicotomía entre el pueblo y sus dirigentes, entre los gobernados y los gobernantes. El sistema de los partidos parece pues compartir su suerte con la democracia, al mismo tiempo que parece pervertirla desde el interior.
La invención de los partidos va de la mano con el surgimiento de la democracia moderna representativa, con la cual soñaba Rousseau. La idea de “partido” designa «lo parcial». Este elemento hace que el partido se ubique en el territorio precario de lo relativo, es decir, no puede pretender lo absoluto o lo global, aunque busque realizar su proyecto dentro de la esfera de lo general y de lo universal. Hacer triunfar sus ideas es nada menos que reconocer su universalidad, su carácter operatorio, más allá de la visión partidista misma. Por tanto, el partido es ante todo la afirmación de una nueva concepción del mundo en el espacio político, en el cual la verdad no es absoluta ni dogmática. La opinión y su confrontación con otras antagónicas, se vuelve entonces la regla de acción. En ese sentido, el bien común no es más el producto de la reflexión de los sabios, como lo era en la democracia directa platónica, sino la construcción laboriosa de los políticos, quienes lo que buscan es el encuentro polémico de los puntos de vista. Los partidos, pues, expulsan la visión sinóptica y prefieren el punto de vista. Con el nacimiento de los partidos surge la nueva idea de la práctica política, en la cual el bien de la “polis” (la sociedad) no es el resultado de una verdad que hay que descubrir, sino el resultado de un debate que hay que realizar para elaborar el interés general, en el proceso mismo de la contradicción. En cierta manera la visión aristotélica del «hombre prudente» supera la visión platónica de la política como ciencia. Así, el partido es la afirmación de la autonomía del hombre; es su habilidad de construir el orden común. El manifestaría el paso de una trascendencia (un orden inmutable que se alcanzaría para buscar la verdad en política) a una inmanencia (el hombre y su razón práctica, lo que Aristóteles llamaba “frenesís”, la cual era el atributo esencial del sabio en política). Para los partidos el absoluto no debe existir; la concepción pragmática de lo que es la sociedad, choca con la sociedad ideal soñada por Platón, la cual consistía en un orden perfecto correspondiente a una armonía superior. En este escenario la verdad cambia de significado y pasa a ser algo que se construye: es un horizonte y no una realidad anti- histórica; no es un principio deductivo desconectado de todo contexto social, económico o histórico, sino que es una creación humana; es decir precaria, volátil, siempre en fase de reconstrucción. Con el establecimiento del partido dentro de la vida política, se reconoce implícitamente que es en la confrontación de lo parcial (la parcialidad) que se puede edificar el orden común. Partidos y Democracia se alimentan de relaciones homólogas.
El círculo de la democracia se construye en el encuentro de lo uno con lo múltiple. ¿Cómo resolver la heterogeneidad de los individuos y de la construcción única del bien común? ¿Cómo hacer pasar las voces discordantes de los miembros de una sociedad hacia una del acuerdo? El peligro de esta situación polémica es el de hacer naufragar toda estabilidad política por el cuestionamiento perpetuo de los fundamentos del espacio político. ¿Cómo hacer entonces posible a la vez el debate y la continuidad del Estado?. Los partidos políticos surgieron dentro del espacio público a partir de la desaparición de las facciones y del reconocimiento definitivo de la legitimidad del Estado. Esto mismo permitió la integración de los partidos como tal y la institucionalización del debate. El problema de los partidos está ligado indisolublemente desde su origen con el asunto de la legitimidad del régimen. La existencia de los partidos tiene como idea fundamental que el régimen y sus fundamentos no pueden ser puestos en tela de juicio, aunque, al contrario, sus mecanismos y sus orientaciones están abiertos a la reforma, e incluso a la contestación radical. Aquí es en donde constatamos que los partidos deben superar el conflicto que representan las facciones, las cuales ponen en el peligro la seguridad del Estado. Los partidos entonces deben condensar y reconciliar las virtuales violencias que surgen en los disturbios, en las sublevaciones, en las contestaciones o en las emociones populares. Sin embargo, aunque los partidos le deben dar un lugar al debate entre contradicciones, también deben autorizar la reducción de la heterogeneidad. Los partidos son plurales y por lo tanto asumen ese paso de lo múltiple a lo singular. Por tanto, cuando la pluralidad no caracteriza más al sistema de los partidos, estos se convierten en «el Partido»; es decir, ya no en una emanación de los individuos, sino en el movimiento inverso que es el movimiento del poder.