Políticos sin manual de estilo y buenos modales
Es en 1925, en el cierre de la Exhibición del Imperio Británico, que el duque de York, representando a Jorge V, tartamudea durante el discurso que brinda a la multitud, lo cual lleva a su mujer a contactarse con Lionel Logue, un fonoaudiólogo australiano que representaba el último recurso disponible para tratar su tartamudez, luego de varias terapias inútiles.
Once años después, mientras el príncipe va mejorando el problema de habla, la muerte del rey y la abdicación de su hermano lo llevan a ocupar el trono. Este hecho, de por sí traumático para una persona insegura, se transforma en un problema mayor al momento de desencadenarse la Segunda Guerra Mundial.
Entonces, todo el pueblo británico espera del monarca un mensaje radiofónico que transmita valor y esperanza. Agradeciendo la ayuda de su ahora amigo Lionel, Jorge VI logra dirigirse convincentemente a la multitud, haciendo gala de una locución prácticamente perfecta.
La anécdota histórica nos permite evaluar si, hoy día, los políticos de mayor rango se preocupan por mantener en sus expresiones esa mística atrayente de la sociedad, o bien prefieren inclinarse por usar una terminología que roza lo vulgar. Para quien escribe este artículo, estamos frente a la última de las dos situaciones.
Pocos días atrás, la diputada Victoria Donda presentó un amparo ante la Justicia para exigir la publicación de las cifras de pobreza e indigencia. Como respuesta, el ministro de Economía expresó su profundo malestar mediante una frase que, justamente, no es digna de un caballero. Si antes era necesario crear un partido político para discutir con el oficialismo, ahora hace falta transformarse en estrella del género teatral de revista.
Asimismo, casi a diario nos encontramos frente a las discusiones entre el jefe de Gabinete de Ministros y la legisladora Carrió, dos personas que, aún pudiendo discutir con seriedad, prefieren valerse de duras descalificaciones para referirse al otro. Un país serio y republicano no es construido a través de expresiones del tipo «Está desquiciada» o «Es un asesino».
Podríamos abundar en ejemplos, mencionando el cachetazo propinado por Graciela Camaño a Carlos Kunkel, o bien el fuerte insulto que, en plena Cámara de Diputados, Andrés Larroque dirigió hacia la bancada socialista. Sin embargo, este autor opta por hacer un breve y simple análisis de algunos discursos brindados por la presidente de la Nación.
A lo largo de casi ocho años, o bien 157 cadenas nacionales, Cristina Fernández de Kirchner ha anunciado que los electrodomésticos y las bicicletas se podrían comprar en cuotas, asemejó al futbol codificado con los secuestros cometidos durante la última dictadura cívico-militar, mantuvo que los Estados Unidos preparaban un complot para poner en riesgo su vida, y, recientemente, optó por criticar a una famosa conductora de televisión, cuyos dichos, si bien polémicos, no pueden formar parte del discurso gubernamental. Por cuidado de la investidura, quien preside un Estado debe mantenerse fuera de todo comentario de color o confabulación que se origina durante un café entre cuatro personas.
Podríamos discutir sobre cómo actuaron Juan B. Justo, Alfredo Palacios, Eva Duarte, Juan D. Perón o Raúl Alfonsín, a lo largo de sus vidas. De todas formas, existe un consenso tácito sobre la impronta que estos políticos dejaron a través de sus palabras, con toda certeza, movilizadoras.
Valiéndonos de la expresión acuñada por el gran politólogo Sartori, estamos en una época donde la “video-política” impregnó la esfera pública, priorizando la imagen sobre la palabra. Así, el parecer resulta más importante que el ser, algo validado por la mayor parte de la clase dirigente argentina.
Es innecesario dirigirse a la ciudadanía con tonos de voz impostados, o bien modismos cuya falsa adopción convierten a un recurso de campaña en una ridiculez que coopta los medios comunicacionales. Quienes poseen capacidad decisoria deben recordar que hablan a una sociedad cansada de peleas estériles y ávida de propuestas serias.