¿Por qué fracasan los controles de precios?

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Los desajustes estructurales que padece la economía argentina tienen sus orígenes en las erróneas decisiones en materia de política económica, que responden a una sistemática forma de actuar: atacar las consecuencias (no las causas) y profundizar las medidas que dieron origen a los problemas. Esto, por ejemplo, se ve reflejado en el fracaso del Gobierno por intentar mantener estables los precios de los productos básicos, claro resultado de una manera equivocada de ver la economía y de resolver los desajustes.

El mes pasado, la Secretaría de Comercio autorizó una suba para más de 500 artículos que componen la canasta oficial del programa Precios Cuidados. La suba oscila entre el 3 y el 4%, llegando a alcanzar un aumento anual de entre el 12 y el 15% dependiendo del rubro.

Precios Cuidados es un programa promovido por el Gobierno para congelar precios de determinados artículos, en un intento por “cuidar los bolsillos de los argentinos”. Vale decir que los controles de precios no son una novedad en el mundo; de hecho, existen desde hace más de 4 mil años: los hubo en Babilonia, en la China Antigua, en La India, en la Grecia Clásica y en el Imperio Romano, por nombrar algunos ejemplos de la antigüedad. Y, si bien nunca funcionaron, los seguimos aplicando hasta hoy.

Las causas del fracaso de esta medida las encontramos al analizar las reacciones de los agentes económicos ante la intervención de los mercados, lo que provoca, en última instancia, un efecto contrario al buscado. Muchas veces, por intentar corregir desajustes, caemos en el sesgo de no ver consecuencias “invisibles” de esos intentos que terminan agravando el problema. Este tipo de control es una imposición de los precios a los que bienes y servicios deben comercializarse. En el caso que se quiera lograr reducir o mantener precios que naturalmente subirían, se implementa lo que se denomina “precio máximo”.

Al fijar artificialmente a un producto un precio máximo por debajo del precio de mercado, en realidad lo único que se logra es más escasez de ese producto. La baja del precio inducida artificialmente, en primera instancia, provoca un aumento de las cantidades demandadas, dado que hay más gente dispuesta a comprar el producto y en más cantidad; por tanto, las existencias acumuladas de los productos se esfuman. Por otro lado, provoca una disminución de la oferta.

Al bajar los precios, las empresas que se encontraban en una posición mas desfavorecida en términos de eficiencia y margen de beneficios terminan retirándose del mercado. Otras, competitivamente más holgadas, ven sus ganancias recortarse, lo que las lleva muchas veces a mantenerse en “stand-by” en términos de inversión y es normal que terminen reduciendo personal, no solamente afectando a la baja de la oferta del producto sino al mercado de trabajo. Un claro ejemplo es la crisis que padece el sector aceitero nacional, cuyo atraso de precios ha desencadenado una escasez de oferta tal que se llegó a limitar las compras por cliente en supermercados.

Hay otras empresas cuyos nuevos márgenes de ganancia, luego de la medida implementada, no les permitirían seguir en el negocio, pero reciben un subsidio del Estado para permanecer produciendo. Sin embargo, lejos de ser ésta la situación ideal para un empresario artificialmente asistido para garantizar su supervivencia, no hay condiciones óptimas para invertir.

No hay que dejarse engañar porque, si bien los subsidios tienen como destinatarios a los productores, en realidad los subsidiados son los consumidores. Los productores a través del subsidio logran llegar, en el mejor de los casos, a alcanzar los beneficios que hubieran adquirido al vender sus productos a precio de mercado (libre de intervención estatal). O sea, son los consumidores quienes terminan siendo subsidiados, ya que pueden acceder a productos artificialmente baratos. Sin embargo, este mecanismo, al igual que los efectos antes mencionados en la oferta y la demanda, sólo dilata más el problema.

No hay que olvidar que el dinero destinado a subsidios para las empresas lo obtiene el Estado de la recaudación impositiva; esto nos lleva a la conclusión de que los consumidores se subsidian a sí mismos en carácter de contribuyentes, pagando cada vez más impuestos para que el Estado pueda afrontar cada vez mas transferencias, generando un círculo vicioso. Al aumentar la presión impositiva, a los agentes les queda cada vez menos ingreso disponible para consumir, lo que a largo plazo hará que demanden cantidades de producto similares a las que se hubieran demandado si el precio hubiese sido el de mercado; o sea, continúa sin ser resuelto el problema de la escasez.

Una economía rica se mide por la cantidad y calidad de bienes y servicios que se pueden comercializar en ella, pero, como acabamos de ver, al implementar medidas de control en los precios, siempre se deprime el sector productivo, desmantelando la oferta de modo considerable.  En el caso de que los subsidios se financien con emisión monetaria, se crea un nuevo círculo vicioso que impulsa los precios al alza de forma sostenida, estimulados por el aumento de los circulantes en la economía.

Sólo hay un motivo real por el cual aumentan los precios en forma de inflación: cuando hay un excedente de dinero en la economía. Claramente, imponer precios máximos no genera una solución, sino todo lo contrario: alimenta las causas del problema. Los efectos producto de las intervenciones del Gobierno son más complejos de lo que los ojos de algunos funcionarios pueden ver; la historia evidencia sólo fracasos y ya es hora de que estas medidas sean dejadas de lado, en función de resolver los problemas estructurales urgentes que padecemos.

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