La forma y el final del gobierno de Cambiemos revela un dato: no queda prácticamente
sector o grupo social ni partido político que no haya fracasado en el manejo de la cosa
pública en el país. Lo que, al margen de la tristeza que genera, puede ser
relativamente auspicioso si tenemos un poco de autocrítica y humildad, ya que
podemos reconocer que no hemos podido darnos ni generar una clase dirigente a la
altura del desafío ni que ésta consiga forjar un proyecto de país. Así, es una
oportunidad para ver que los problemas que tenemos no son tan sencillos de resolver
y de esa manera, reducir la altanería y simplismo a la que estamos acostumbrados.

Creo que la crisis actual no surge porque el que está al volante no se dio cuenta que el
edén está a la vuelta, sino que es resultado de un gran fracaso colectivo.

Me intriga cuál es el aprendizaje que estos ocho años de estancamiento nos va a
dejar. No me parece que tenga sentido hoy hacer historia contrafáctica respecto de
errores de gestión o diagnóstico, me parece que mejor es meditar respecto de cómo
fue el abordaje de los gobiernos que pasaron. Sin igualarlos ni caer en el pobre “son lo
mismo”, creo que compartieron más características de las que creen y éstas ayudaron
a que el presente sea tan decepcionante.

¿Qué nos genera recordar el jocoso mantra “no vuelven más”? ¿Vemos acaso que
todos los que lo decíamos estábamos actuando de forma tan autoritaria como cuando
el gobierno pasado gritaba “vamos por todo”? Ambas consignas comparten la
negación del otro, el ubicarlo en el espacio del error, del defecto y de un pasado que
debe ser olvidado y rápidamente superado. No integrado sino absorbido. De alguna
manera, presuponen la sumisión y fomentan y aspiran a la resignación del contrario.
Exclamar esas frases era también signo de sentirse elegidos no por el pueblo, sino por
la historia. Otorgaba un sentido más grande y profundo a la oportunidad de gobernar,
de ahí la indulgencia frente al error propio y el escarnio con el ajeno. Fuimos muchos
los que en esta sociedad nos encontramos en uno de esos dos lados.

Es más fácil universalizar y homogeneizar una misma carencia sobre el grupo
adversario (son todos chorros, son todos chetos descerebrados e insensibles), que
aceptar la posibilidad de la diferencia. Cuando un grupo se percibe como la virtud, sus
adversarios necesariamente serán el defecto y como tal es necesario reducirlos o
eliminarlos. Mientras identifiquemos al otro como la personificación de la imperfección,
será inevitable verlo como el causante de los principales males que nos afligen y
responsable de las desgracias que ocurran.

Ambos gobiernos sobrestimaron sus capacidades y proclamaron alcanzar grandes
lugares en los pedestales de la historia, pero con pocos resultados para exhibir
respecto de los problemas estructurales que tiene el país.

La auto-percepción de las cúpulas se extendió, como es esperable, entre sus
seguidores, que padecieron de una similar incapacidad para enfrentar el impacto del
fracaso electoral, ya que en ambos casos inmediatamente encontraron responsables
por fuera de las gestiones frente a la derrota: el fraude este año y los medios y el
engaño hace cuatro años.

El gobierno actual aspiró a verse a sí mismo como heredero de las generaciones del
treinta y siete o del ochenta, pero se calzó el traje muy antes de tiempo. El gobierno
pasado sentía atracción por la retórica revolucionaria, pero sus dirigentes terminaron
casi todos ricos, aburguesados y manteniendo con malabares el statu quo. Quizás el problema fue que se eligieron como espejo y contracara, y como dijo Borges uno
termina pareciéndose a sus enemigos. Si tu destino natural es el bronce, no es
razonable perderse en chicanas y rencillas; si tu equipo está para ganar la Champions
no podés competir ni entrenar con Sacachispas.

El gobierno actual pareció estar incómodo frente a las exigencias de la sociedad, por
momentos incluso me dio la sensación que sentían cierta incomprensión frente a
algunos cuestionamientos. Sobrevoló una respuesta estilo: “¿por qué a mí me
demandás eso y a los otros no?”. Si eras mejor, era lógico que te pidan más. Y quizás
sea también que los pueblos exigen a sus gobernantes cuando todavía tienen
esperanza en ellos. Cuando la pierden el sentimiento muta a decepción, resignación y
rechazo, y la exigencia ya se transforma en reclamo y prima una dialéctica donde el
reclamante aspira a torcer una voluntad en la que ya no confía.

Hoy por hoy Alberto se vende a la sociedad como buen gigoló y le dice a cada uno lo
que quiere escuchar. También fue el principal creador del eslogan “Cristina cambió”,
como si fuese una golpeadora o adicta que se recuperó. La vende como el amigo del
marido violento que quiere convencernos para que le demos otra oportunidad. Los
cambios se revelan con hechos y nunca están exentos de una autocrítica, ya que ésta
irrumpe como una necesidad del renovado. Ambos elementos que todavía no hemos
visto ni escuchado. Lo que sí ocurrió es que una mujer enamorada de su voz, ideas y
amiga de pontificar desde un atril, comprendió que políticamente lo mejor era callar y
correrse de la escena central. Curiosa adaptación.

La duda que nos genera Cristina también la podemos sentir cuando el gobierno nos
grita haber escuchado, pero sin especificar qué cosa, más allá del descontento
generalizado; tampoco es claro cómo ni qué harán si ganan. No es lo mismo la
desesperación que genera el sentimiento de pérdida, cuando uno se siente dispuesto
a ofrecer todo a su alcance, que una transformación interna real. No es lo mismo
reconocer un vicio o defecto que haber conseguido erradicarlo.

La difícil tarea del político no es tanto el hecho de cautivar al electorado ni de
administrar una situación compleja, sino la de evitar caer en la tentación de ser juez de
sus pares y aceptar que debe construir futuro con ellos por ser ambos representantes
de la misma sociedad. Instar al encuentro y demostrar que es posible encontrar
similitudes aún cuando los caminos sean diferentes. No es razonable predicar la unión
y elegir la humillación como elemento de superación.

Por último, es tarea de la sociedad lidiar con el dilema de reconocer que la dirigencia
política que la gobierna, suele ser una muestra representativa de ésta. El sistemático
rechazo a la dirigencia podría ser un reflejo de la falta de aceptación que la sociedad
tiene de sí misma -si es posible imaginar un plural y una acción semejante-, que
desemboca en una ficticia imagen colectiva que alimenta el pensamiento “nos
merecemos otra cosa”. Parece casi romántico imaginar que una sociedad que no
reconoce su responsabilidad, sus conflictos, carencias, fracasos, ávida para encontrar
culpas en ajenos y propensa a vivir fantasías insostenibles, genere políticos que hagan
otra cosa.

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