“Acting on your best behaviour,

Turn your back on mother nature

Everybody wants to rule the world”

Tears for Fears, del album “Songs from the big chair”

La razón impera, la inteligencia resiste. Este fue el título con el que bauticé, tiempo atrás, a mi primer artículo académico. En él intenté, no con mucho éxito, llamar la atención de mis colegas sobre la necesidad de repensar el paradigma racionalista que reinaba en nuestro campo -las Relaciones Internacionales-, intentado no abandonarlo definitivamente, sino compensarlo en una perspectiva interdisciplinaria con los aportes de otras escuelas de pensamiento, que se encontraban mucho más avanzadas -y concientes- en el estudio de sus limitaciones. Tal vez debido a mi falta de esfuerzo, tal vez debido a la intrínseca característica de todo paradigma, el intento fue vano.

Y es que todo paradigma imperante posee una “virtud” intrínseca que lo protege y es la de encontrarse tan enraizado en el sentido común que no siempre es percibido, ni mucho menos puesto en consideración, al menos hasta que el mismo comienza a fallar internamente.

Muchos podrán decirme en este punto, que nada de novedoso puede llegar a tener intentar una crítica a la Razón. De algún modo, claro está, uno de los pilares fundamentales del posmodernismo es justamente esa crítica. Pero la pregunta es, ¿cuan exitosos han sido esos embates hasta el momento? ¿Lo suficiente, acaso, como para abandonarlos por completo? Considero que no. Por el contrario, quizá sean hoy más necesarios que nunca.

Intentar comprender qué implica la Razón para el mundo moderno -o posmoderno-, excede las posibilidades de este artículo. La existencia de un paradigma entraña, necesariamente, a su vez, la existencia de infinitas ramificaciones de desarrollos teóricos, hipótesis, comportamientos, instituciones y hasta sentimientos, que se derivan del mismo.

Simplemente digamos que el racionalismo iluminista intentó alcanzar una emancipación intelectual y ética frente al oprobio impuesto por los dogmas que asidos del imperium coercitivo, dominaban el escenario político y social, en la baja edad media. En palabras de Immanuel Kant, uno de los teóricos más sobresalientes de este movimiento:

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración […]”[1]

Los resultados de ese intento son múltiples e inabarcables, pero basta con decir que, si las Repúblicas Democráticas modernas, el imperio del Derecho Positivo, la Ciencia como método de búsqueda de la verdad, etc, son hoy parte de nuestro sentido común, se debe, en gran parte, a la victoria de ese movimiento racionalista.

Dejemos para otra ocasión la pregunta de si realmente hemos alcanzado la emancipación propugnada por Kant, conjuntamente con estos logros. Más bien comencemos ahora a plantear el interrogante que nos llevarán luego a una más prudente consideración del tema de los estados fallidos: ¿la razón tiene límites?

Me animaría a decir que en los últimos dos siglos la respuesta a esta pregunta fue un rotundo, no. Claro que la Crítica a la Razón Pura de Kant, definió un límite al uso de la Razón. Y ese límite fue fundamental en muchos sentidos. Sin embargo, fue una crítica orientada a dar por tierra con los aspectos metafísicos que existían en el campo filosófico. De algún modo, fue un intento de secularización de la filosofía; intento que -sumado a otros infinitos procesos sociales en ciernes-, coadyuvó a la secularización del terreno político y al alumbramiento de una nueva fe: la Ciencia.

A partir de la Ciencia, el iluminismo creyó encontrar una herramienta certera en su búsqueda por la verdad. Y en este sentido, desde entonces, la Razón ya no tuvo límites.

Ciencia y Razón, Razón y Ciencia, han sido socios que se han fortalecido mutuamente. Decirlo, a esta altura, es un lugar común que no hace menos que corroborar lo dicho sobre los paradigmas al inicio de estas líneas. Pero también decíamos en ese comienzo que los paradigmas imperantes rara vez son puestos bajo la lupa, hasta el momento en que comienzan a fallar internamente. Y, para sorpresa de muchos, esto es precisamente lo que sucedió, paradójicamente, en el seno del campo científico más ortodoxo, como es el dedicado al estudio de la física.

Desde Newton en adelante, los científicos rara vez dudaron de la posibilidad de predecir con certeza el resultado de la interacción de causas y efectos. Cuando este objetivo no se alcanzaba, simplemente se conjeturaba que hacían falta nuevos modelos teóricos, u herramientas más fiables para la recolección de datos. Pronto esta creencia se volvió el estándar a partir del cual definir qué podía ser llamado ciencia  y qué no. Las ciencias sociales, para el ala más indulgente, solo eran ciencias blandas debido a su falta de madurez, mientras que para otros, mucho más intransigentes, debido a esto, siquiera podían llegar a ser ciencias.

Sin embargo, hace algunos años atrás, se comenzó a dudar sobre la fe ciega que existía con respecto a la predicción de los fenómenos físicos. Pronto nació de este modo, un nuevo campo científico orientado a lo que dio en llamarse fenómenos complejos. Digamos simplemente que la característica principal de éste tipo de fenómenos -directamente relacionados con la ya hollywoodense Teoría del Caos-, es la interacción recurrente de una gran cantidad de variables -y aquí viene lo importante para nuestro artículo-, simultáneamente con la incapacidad de afirmar con certeza el desenvolvimiento causal de esa interacción.

En otras palabras: la ciencia comenzaba a admitir que por más que funcionasen los modelos teóricos, y por más que se tuviesen los datos necesarios para completar esos modelos, el resultado final estaría teñido de incertidumbre. Dejemos esto aquí para retomarlo luego.

Antes de proseguir, y ya entrando directamente en el tema que nos convoca, es necesario que descubramos un tercer participe en la sociedad entre Razón y Ciencia: El Estado.

El Estado secular fue uno de los tantos subproductos del iluminismo racionalista, y así como en la antigüedad Estado y Fe estuvieron unidos por lazos de hierro, habiendo sido reemplazada en el paradigma predominante la Fe por la Razón, Estado y Ciencia se convierten en socios inseparables.

¿Y en qué se manifiesta esta sociedad entre Estado y Ciencia? Entre cientos de otros factores, en la misma creencia científica ortodoxa de que la interacción de causas y efectos puede ser prevista y manipulada con eficacia; en otras palabras: en la planificación, como método y herramienta de gobierno.

Que el Estado planifique crecientes aspectos de la Sociedad, también, como mucho de lo ya mencionado anteriormente, forma parte de nuestro sentido común. La intervención estatal ha ido mucho más lejos de la regulación económica para entrar en terrenos tan escabrosos como los referentes a hábitos de consumos, tendencias sexuales, decisiones de procreación, imposición de lenguajes, reubicaciones masivas, etc.

La crítica a esta planificación estatal suele ser encarada, de manera predominante desde consideraciones éticas y desde consideraciones utilitaristas. Desde ya que no descarto ninguna de las anteriores pero voy a intentar una tercera a la que llamaré, epistemológica. Y lo hago de este modo, porque considero que la única manera de rebatir efectivamente un paradigma, es discutiéndolo desde su propio horizonte de precognición.

Desde esta perspectiva espitemológica, entonces, y teniendo en cuenta lo referido anteriormente sobre fenómenos complejos: la planificación social no es posible.

Difícilmente haya alguien mejor calificado para hacer esta demostración que el premio Nóbel de economía, Friedrich A. Von Hayek. Teniendo en cuenta la brevedad de este compendio de ideas, digamos sencillamente que Hayek diferencia entre Órdenes Deliberados y Órdenes Espontáneos.

Los primeros están asociados a la planificación, y son posibles cuando las variables intervinientes son pocas -ejemplo: una familia que intenta predecir sus gastos de aquí a algunos meses-; los segundos son órdenes que se dan como resultado de la interacción de una multiplicidad de variables; es el caso de los ya nombrados, fenómenos complejos. Paradigmáticamente, la Sociedad es un fenómeno de este tipo. En las propias palabras de Hayek:

[…] los eventos individuales dependen de tantas circunstancias concretas que nunca estaremos, de hecho, en una posición tal de identificarlos a todos ellos; y que, en consecuencia, no sólo el ideal de predicción y control debe permanecer en gran parte fuera de nuestro alcance, sino que también permanece ilusoria la esperanza de poder descubrir mediante la observación conexiones regulares entre los eventos individuales. El verdadero aporte que provee la teoría, por ejemplo, que casi cualquier evento en el transcurso de la vida de un hombre puede tener algún efecto sobre casi cualesquiera de sus acciones futuras, hace imposible que transformemos nuestro conocimiento teórico en predicciones de eventos específicos.[2]

Hayek señala como resultado del Orden Espontáneo a varias de las principales características humanas, tales como el lenguaje, el comercio, cierto orden jurídico como el common law anglosajón y, también, a las principales instituciones políticas en las que nos hayamos inmersos, como las Republicas Democráticas, por ejemplo.

Estas instituciones, para Hayek, son el resultado del Orden Espontáneo y, por ende, de la evolución lenta y paulatina del desenvolvimiento de la acción humana, a lo largo del tiempo.

¿Y qué nos dice todo esto sobre los estados fallidos? En primer lugar, que es necesario notar que la denominación de estado fallido puede resultar arbitraria. Que para los principales Estados del Sistema Internacional, ciertas características de soberanía sean un hecho dado no implica necesariamente que deban serlo para los demás.

De hecho podría argumentarse del mismo modo que lo hace Stephen Krasner[3], que la Soberanía Legal Internacional (aquellas prácticas relacionadas con el reconocimiento mutuo usualmente entre entidades que gozan de independencia jurídica formal); que la Soberanía Westfaliana (las organizaciones políticas basadas en la exclusión de actores externos en las estructuras de autoridad de un territorio dado); que la Soberanía Interna (para la organización formal de la autoridad política dentro del Estado y el control efectivo dentro de las fronteras); y que la Soberanía Interdependiente (la capacidad de las autoridades de regular el flujo de informaciones, bienes y personas a través de las fronteras del Estado), han sido en su sentido estricto más la excepción que la regla, a lo largo del tiempo; aún para las potencias imperantes.

En segundo lugar, todas estas consideraciones vertidas anteriormente llevan implícitas un llamado a la prudencia, puesto que el hecho de que los supuestos estados no fallidos estén dotados de cierta evolución institucional, producto de la acción de sus sociedades a lo largo del tiempo, no significa que las mismas deban ser universales, y, sobretodo, de allí no se deduce que éstas puedan ser exportadas acríticamente.

Y aquí es donde reside mi principal crítica a la usual aproximación al problema de los estados fallidos: en la falacia del constructivismo. Es también Hayek el encargado de señalar esta tendencia, que se desprende necesariamente del modelo científico ortodoxo que denunciábamos anteriormente y que se cuela subrepticiamente en el modelo usual de acción estatal.

El constructivismo, partiendo de la pretensión de la posibilidad del cálculo eficiente de fines y medios, intenta solucionar el problema de los estados fallidos (si es que asumimos que estos puedan ser considerados de este modo), a través de políticas orientadas a la planificación y a la construcción de instituciones y prácticas político/sociales que se suponen faltantes.

Como antes, la crítica a esto puede ser ética o utilitarista, pero también ahora, epistemológica: este tipo de construcción es imposible e insustentable en el largo plazo.

Allí donde las sociedades civiles no se encuentren preparadas para cierto tipo de institución (en el sentido amplio del término), su imposición -en algunos tristes casos incluso por la fuerza-, no tendrá más resultado que el obvio rechazo; rechazo que las más de las veces, no hacen menos que retrasar la natural evolución de procesos que, si así fuera el caso, pudiesen derivar en esas mismas instituciones que pretenden construrirse o, claro está, en otras diferentes.

Y esto nos deja frente a un interrogante obvio: ¿entonces no hacer nada? Antes de contestar a esta pregunta, vale decir, que toda solución parte de un buen diagnóstico. Estas líneas no tuvieron más sentido que el de señalar, justamente, que muchas de las aproximaciones al problema de los así llamados estados fallidos, se hacen desde consideraciones equivocadas sobre la evolución de los procesos sociales y sobre las posibilidades de acción sobre estos procesos.

Y, quizá esta crítica sea hoy más necesaria que nunca, como adelantábamos en un principio, puesto que nos hallamos inmersos en un escenario internacional en el que predomina una única potencia con la capacidad de imponer su voluntad sobre enormes áreas del globo; poder que sin lugar a dudas, suele inclinar mucho más a quienes lo detentan hacia la falacia de poder construir y modelar el mundo según sus consideraciones éticas y morales y, por supuesto, según sus intereses.

Ahora sí, para finalizar, señalemos una serie de consideraciones a tener en cuenta, al contestar  a la pregunta sobre qué puede hacerse, para colaborar con los denominados, estados fallidos:

  1. Principio de Libertad: el respeto por el libre albedrío de los individuos y de las naciones que estos componen, debe ser el principio rector a partir del cual comenzar a pensar cualquier tipo de colaboración ante la existencia de dificultades, como las comúnmente encontradas en los llamados estados fallidos.
    1. Respetar el principio de no injerencia en los asuntos internos de las naciones: esta debería ser la directiva primaria frente a cualquier problema que se suscitase. Allí donde no se desee la intervención, esta no debiera acontecer.
      1. Considerar como solicitante válido de esa intervención, no solo a los representantes del estado en cuestión, sino también a la sociedad civil que se encuentre amenazada por la posibilidad de acciones genocidas o de exterminio. El principio rector debiera ser el de justa causa probada.
    2. Colaborar con procesos internos preexistentes: allí donde se haya solicitado intervención, intentar colaborar y fortalecer los procesos sociales que ya se encuentren en el terreno en cuestión. Ejemplo: si la sociedad que solicita la intervención ha manifestado su deseo de seguir la vía democrática de gobierno, colaborar en el proceso electivo, con recursos técnicos o humanos.
      1. Manteniendo como principio guía el enunciado en el punto I, no se debiera bajo ningún efecto, presionar mediante la ayuda que se brinda para que un proceso social en ciernes, tenga el resultado deseado que el interviniente se viera tentado de imprimirle.
    3. Buscar la salida más próxima: en todos los casos de intervención, se debiera buscar el fortalecimiento de aquellos grupos de la sociedad civil capaces de reencausar, dentro sus propios parámetros, el orden y la seguridad de sus conciudadanos, evitando la permanencia de las fuerzas interventoras en el tiempo. El prolongamiento de esta permanencia, no hace menos que evitar la natural evolución de los procesos sociales que podrían conllevar, si este fuera el caso, a una solución al problema originario.
    4. Recordar nuestras limitaciones: teniendo en cuenta todo lo expresado en este artículo, debiera considerarse que no todos los problemas tienen solución. Todo hecho social, como enunciaba Ferguson, es el resultado de la acción humana, sí, pero no del designio humano. En esta diferenciación se encuentra implícito un principio de limitación ontológico a los intentos de soluciones definitivas.

Buenos Aires, 11 de Abril de 2007

Título original: «SOBRE LOS LÍMITES A LA RAZÓN: una aproximación prudente al problema de los así llamados estados fallidos»

Mauricio  A.  M.  Vázquez
Título de Honor en Ciencia Política (UBA)

Magister en Ciencias del Estado (UCEMA)

Maestrando en Políticas Públicas (UTDT)

[1] Immanuel Kant. “Qué es la ilustración”.

[2] Friedrich A. Von Hayek “The Theory of Complex Phenomena”.

[3] Stephen Krasner, “Soberanía, hipocresía organizada”

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